London Underground
- Andrea Sarmiento
- 27 sept 2024
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 12 feb
Desde hoy me quedo en el apartamento de mi amigo M, para cuidarle a su gatita, mientras él se va a EEUU de vacaciones. Ayer le entregué mi maleta y, aún más importante, el computador, los libros y el cuaderno para que se los llevara a la casa, y yo hoy, no tener que cargar con todo durante mi visita al museo de la vagina, con mis amigas del club de lectura.
Tengo que ir desde mi casa, en Clapham, hasta Bethnal Green. Es un viaje de una hora. Y, sin libro durante el recorrido, me queda mirar.
Observar.
En el tube, como le dicen los locales al underground, mirar intensamente es considerado un delito de acoso. Hay anuncios por todas partes que lo advierten. Entonces, la gente evita mirar, no solo intensamente, evita siquiera cruzar miradas, no vaya y sea que las denuncien. Por este motivo, la dinámica en el tube, es buscar elementos para encerrarnos en nosotros mismos. Unos usan un libro. La mayoría usamos el celular como estoy haciendo yo en este momento. Sin embargo, observo, sin sostener la mirada mucho tiempo, pero hoy estoy especialmente curiosa, quiero ver y analizar a las personas que navegan conmigo en esta ciudad.
A mi derecha tengo un asiento vacío, el prioritario, a mi izquierda tengo un par de adolescentes, están entre los 12 y 13 años. Hablan un idioma que no reconozco. Estamos en la línea Central, navegando hacia el Este de la ciudad. Frente a mí tengo un tipo grande, alto, barbudo y con chaqueta de cuero, no le he podido ver la cara, pues se la cubre con la guitarra o bajo que lleva en un estuche. Tengo otra persona frente a mí, una mujer o adolescente, no estoy segura, pelo crespo, pequeña, se ve diminuta al lado del hombrerón que le tocó al lado, tiene unos audífonos inalámbricos que cancelan el sonido exterior, otro elemento común en el mundo subterráneo. Cuando el underground agarra una curva, chilla, retumba, aúlla. Duro. Feroz. Los oídos duelen. Muchas personas usan estos elementos para proteger sus oídos. Yo no, yo en general evito levitar en underground, prefiero levitar en los buses o el over-ground. La vista es mejor y el bolsillo lo agradece.
Para montarme en la línea Central, hice trasbordo desde la línea Victoria. En ese trayecto me tocó parada. Me ubiqué en una de las esquinas delanteras del vagón en donde ponen unas semi sillas a la altura de las nalgas para que uno pueda recostarse y descansar las piernas: Como estoy en la parte delantera, el flujo de aire de tren en movimiento hace que entre mucho viento por la ventana que está en la puerta que conecta un vagón con el otro. Esas puertas que suelen usar quienes piden limosna, y los grupos de simios, en los que se transforman los adolescentes cuando están borrachos y andan en manada con sus amigos.
Recuerdo una persona que me crucé en uno de estos recorridos. Entró al tren pidiendo ayuda. No tenía zapatos. Tenía en cambio los pies destrozados, sucios, duros, ensangrentados. Nadie lo miró a los ojos. Acto de indolencia o respeto, segun dicen aquí, que se le aplica a todos los seres humanos en el tube. Yo tampoco lo miro, sigo la regla tacita del underground. La indiferencia, cuando una persona esta pidiendo ayuda, muchas veces, es la posicion más comoda, además, el contexto subterraneo nos resguarda colectivamente en la falta de reconocimiento que ejercemos frente a un ser humano pidiendo ayuda. Solo recuerdo escuchar su voz —Please help me— levantar mis ojos del celular. Ver sus pies. Aterrarme con sus pies destrozados. Querer ayudarlo y no hacer nada. Ver la miseria y ejercer la indiferencia bien aprendida. Y sí, aquí también hay miseria y aquí también hay indiferencia. La indiferencia aquí aprieta mucho más duro, si me preguntan. Para recordarles a todos esos endófobos que creen que esas cosas solo pasan en Bogotá.
Volviendo al presente, mientras me transporto desde Oxford Circus hasta Bethnal Green, vuelvo a las puertas que conectan los vagones del tube, y mi observar de los londinenses mientras estoy sentada en una de las esquinas del vagón.
Entra una mujer en alguna estación, por la puerta del medio del vagón, apuntándole a sentarse en una de las sillas. Esa silla a la que se dirige ya está ocupada por un niño, ella no se ha da cuenta, y yo la veo recorrer con firmeza el vagón y decir sorry, la palabra favorita de los londinenses, cada vez que tiene que esquivar un par de piernas. Llega con decepción a la silla ocupada pues ya se enteró, hace tres pasos, que no se va a poder sentar, sigue caminando con el mismo impetu que tenia para sentarse y atraviesa el corredor entre las sillas fingiendo que siempre quiso atravesar el vagón. Se ubica frente a mi, se acabaron las sillas y las semi sillas. Entonces le toca parada sin ningun apoyo más que el tubo que la sostiene. La observo. Está arreglada. Pero es ese tipo de arreglo con el que se quiere pasar desapercibido. Ese con el que uno quiere impresionar a alguien por la propia naturalidad, no por pasar horas arreglándose. Cuando uno quiere pasar como alguien que posee belleza sin esfuerzo, a pesar de haber pasado horas eligiendo una pinta bonita pero casual. Poniéndose la sombra que parezca más un brillo natural de la piel y quitándosela porque queda muy falsa. El caso es que como soy mujer y he pasado por ahí, noto esa intención, porque lo he hecho mil veces. Se pintó las cejas, usó un brillo en los pómulos y tiene unas gafas de sol, sosteniéndole el cabello, alisado y acondicionado. Pero esta en Tennis y en Jeans para darle un tono de cero esfuerzo. Seguro va para una primera cita. Los londinenses tienen citas a todas las edades, estan constantemente buscando el amor en aplicaciones, tienen novios y novias a cualquier edad. Esta señora debe tener 60 años. Y me lleva a uno de los recuerdos mas tiernos que tengo de mis primeros días aquí:
Estoy en la seccion de orquideas, eligiendo cual es la que va a decorar mi cuarto. Se me acerca un señor, no tenía menos de 80 años.
— Dear, could you help me pick a flower?
— Yes, off course — Le respondo.
— Do you like better the yellow or the purple — me muestra las dos opciones que ha bajado de la estantería. Hace un esfuerzo para sostenerse, pues no puede usar el bastón.
— The purple, definetly.
— Thank you Dear, really appreciate it. You see, this is for my girlfriend, and I find it more valuable bringing her a plant that could last forever than flowers that could only last a couple of days — Me dice. Y a mi me dan ganas de abrazarlo de la ternura. "For my girlfriend" un señor de 80 años, con novia, comprandole una orquidea para que le dure, porque supongo que se cansó de llevarle flores y la quiere sorprender.
Este mismo señor que en Colombia solo tendría derecho a ser viudo o casado, porque a esa edad ya no se les permite ser seres romanticos, o sexuales, y disfrutar de las etapas iniciales de las relaciones en pareja, porque inmediatamente se les pone la etiqueta de "viejos verdes". Los únicos que tuvieron derecho a iniciar amores después de sus 70 años en Colombia, fueron Florentino Ariza y Fermina Daza, al resto de Colombianos pareciera que la sociedad los hubiese vetado.
En Londres me encuentro con esa grata sorpresa. Resulta que aquí, no solo los personajes de ficción, sino toda la poblacion, tiene derecho buscar, encontrar y tener novios y novias a cualquier edad, a nadie le importa. Nadie juzga, ni hace chistes, ni le parece ridiculo. Que pensándolo bien, es lo más normal del mundo. Todos tenemos ese anhelo de ser amados. De encontrar a nuestra persona especial, pero pareciera que en Colombia se nos olvidó que ese deseo es permanente y no se extingue con la edad.
Ahora, volviendo a la señora que esta parada en el vagón conmigo, y que según yo, va para su primera cita, linda, pero natural y casual. Una vez ella esta decepcionada de no poder sentarse y agarrada del tubo, el tube arranca. El viento entra por la ventana de la puerta. Me esquiva porque estoy ubicada paralela a la ventana, se encuentra con nuestra amiga, o se estrella con ella más bien. Se estrella con su pelo lavado y arreglado. El viento como un hermano cansón le desordena el pelo. Se lo manda todo para adelante y comienza a enredárselo. Las gafas se caen. Se tropieza, porque en vez de agarrarse bien del tubo lo coge con asco. Se pone el celular en el bolsillo. Se ofusca. Recoge las gafas. Trata de arreglarse el pelo como puede. Busca un lugar para resguardarse del viento. Lo encuentra. Vuelve a su burbuja.
Estoy en la línea Central nuevamente de regreso a la línea Victoria.
Ya visité el museo de la vagina con mis amigas.
A mi lado se sienta una mujer aproximadamente de 70 años. Está vestida y arreglada divinamente. Tiene un celular gigante, de esos que se abren como libros. Habla otro idioma que tampoco soy capaz de reconocer, adivino que será rumano. Llego a Oxford Circus. Me bajo del tren y busco los anuncios que me llevan a la línea Victoria.
Camino por los corredores del complejo subterraneo. Veo las pancartas que adornan las paredes. Quiero ir a todos los eventos. Exposiciones. Conciertos. Obras de teatro ¡Todo! Quiero ir a Alicia en el país de las maravillas y a la cenicienta en el Royal Albert Hall, quiero ir a Michael Jackson, a Hamlet, a Dua Lipa, a la exposición de Barbie y a Silverstone.
Escribiendo este texto entro a la aplicación de tiquetes a ver a donde voy y qué compro, y me acuerdo que ya me gasté lo del mes y lo ahorrado en el viaje a Venecia, y se me pasan las ganas. Vuelvo a escribir. Vuelvo y leo mi recorrido por los pasillos que anuncian todo eso que me estoy perdiendo. Vuelvo y entro a la aplicación. Y así se me va el día, en loop de tratar de editar un texto, y recordar que en vez de estar aquí sentada, debería estar viviendo Londres, y tratar de comprar boletas para recordar que para vivir Londres al ritmo que lo quiero vivir necesito ganarme al menos el doble de lo que me estoy ganando actualmente.
Y así se me van muchos días en el tire y afloje de estar en una de las ciudades más ricas culturalmente y tambien más caras del mundo.
Y que como Bacilos, yo solo quiero pegar en la radio, lease pegarle a un "Best Seller", para ganar mi primer millón, para comprar un apartamento que no tenga que compartir con nadie y poder ir a los conciertos, eventos, exposiciones y obras de teatro que quiere mi corazón.
Volviendo a los pasillos que me llevan a esta divagación, voy para la línea Victoria en sentido norte. Llegó a la plataforma. El tren está con puertas abiertas esperándome. Corro. Entro. La logré. Veo una silla vacía. La busco. Me siento. Sigo escribiendo. Veo al man que está sentado al frente mío. Esta en otro universo. No tiene celular, esta solo con los audífonos mirándo lejos. Tiene una mirada ciega que apunta a las ventanas de los vagones, mira pero no ve, no ve nada.
Saco el libro que compré en el museo de la vagina, Period Power, recuerdo esta mañana maravillosa con mis amigas aprendiendo de la vagina, o mejor dicho, vulva, uno de los aprendizajes que tuvimos hoy. Además, una se enteró que el chichí no sale por la vagina sino por la uretra, otra decidió que no volvería a usar jabón para su aséo diario, yo sabía que habíamos descubierto el funcionamiento y complejidad del clitoris hacía muy poco, allí me enteré que había sido exactamente en 1998. Me sigue pareciendo increíble que la ciencia haya, discriminadamente, omitido el conocimiento del único órgano en el cuerpo humano para el que la única función es sentir placer. También que, hasta hace muy poco, ninguna de las pruebas de funcionalidad de las toallas higiénicas se había hecho con sangre real, o siquiera con un liquido que simulara la contextura de la menstruación. Cosas del mundo al revés, que pasan en este mundo que, supuestamente esta al derecho.
Vuelvo a mi puesto, levitando en el Underground de Londres, y ahora me percato que tengo a alguien más en frente. Un señor de aproximadamente unos 45 años. Cruzamos miradas y las bajamos inmediatamente, no vaya y sea, y me doy cuenta que tenía una mano en su cara, como que parecía que se estuviera chupando un dedo. Me da repulsión y pena ajena. Pero no estoy segura. Vuelvo a mi libro, pero tengo curiosidad y morbo. ¿Quién se mete un dedo a la boca después de tocar los tubos el underground? Todos tratamos esos tubos como si estuvieran untados de mierda. Guácala. Vuelvo y lo miro. Sí, definitivamente se esta chupando el dedo gordo como un bebe a sus cuarentaytantos. Dios no puedo. Evito mirarlo. Paramos. Se baja en esta estación, gracias al cielo.
Entra una mujer de aproximadamente 27 años con un perro, siempre me ha parecido increíble como los perritos aguantan los sonidos del tube, el animalito se me acerca.
—I am sorry, she always look for someone to pet her in the tube.
—Is all right — respondo —I love them —consiento a la perrita y agradezco inmensamente mi nueva compañera de viaje en el London Underground.
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